miércoles, 9 de mayo de 2012

Un domingo especial (dedicado a la Ceci)

Llega el Día de la Madre, y me parece conveniente compartir con ustedes este artículo que escribí en septiembre de 2007.

Este domingo fue muy especial.

Como muchos otros domingos, me levanté algo tarde, me duché y me puse una camiseta roja y salí a ver el periódico.

Después, como cualquier otro domingo, fui a ver a mi hijo y lo llevé a practicar con su patines y, ¡vaya sorpresa!, ¡cómo ha progresado en esta última semana! Para sus cinco años y medio, se maneja bastante bien... al menos para mí natural y paternalmente distorsionada visión de los niños de cinco y medio años de edad. Obviamente, esto nada tiene de especial: para cualquier padre, el mínimo progreso de su hijo es lo máximo.

Luego, regresamos a su casa y su madre nos sirvió para almorzar una excelente lasaña, situación de lo más común si tomamos en cuenta que es gran cocinera.

Pasada una sobremesa muy similar a la de anteriores domingos, compartí con el niño un poco de televisión e hicimos unos recortes.

Así como en muchas de las tardes dominicales del último año, me tocó ir a la oficina a concretar algunos asuntos pendientes que cierta sorpresa de la vida no nos dejó terminar antes.

De regreso a casa, pasadas las 9 de la noche, vi una película, al igual que cada domingo, y me senté a escribir estas líneas... que en nada se parecen a las escritas otros domingos, otros martes, otros jueves, lunes, viernes, sábados u otros miércoles. ¿Qué de especial tienen estas líneas, escritas en un día como cualquier otro?

48 horas antes de iniciar este domingo cualquiera, Cecilia, mi madre, murió, el día viernes 21 de septiembre, pasadas las 8 horas del día.

Este día fue especial porque estoy alegre, en paz... tranquilo. Como mi madre quiere que esté. Porque la Ceci era así: alegre, serena, tranquila; nos enseñó con el ejemplo a tener fe y a creer en el mundo; puso a Cristo en nuestro corazón y su palabra en nuestra boca; extendió su mano, no sólo cuando podía hacerlo, sino cada vez que se le presentaba la oportunidad; era una perdonadora compulsiva. En definitiva, la Ceci era una amante de la vida.

Por eso, me levanté como un día cualquiera y, sin pensar, me vestí de rojo y fui a jugar con mi Joaquín y tuve tiempo para reír y tuve ánimo para trabajar...

No por nada fui “su pucho”: el décimo de once hijos. Y no importa que haya sido su mimado, si cada uno de los otros diez fue tratado igual que yo a su debido tiempo, y la quiere igual y la siente igual y la llora igual y la festeja igual que yo.

Ese domingo fue muy especial: fue el primer domingo sin mi madre.

En memoria de Cecilia Miriam Dávila de Alvarado.
Quito, 4 de junio de 1934-Quito, 21 de septiembre de 2007